Los conflictos y los desastres como los terremotos, las inundaciones o las sequías causan cada año el sufrimiento y la perdida de vidas y enseres a miles de personas en todo el mundo. Intermón Oxfam estamos presentes en África y Latinoamérica atendiendo a las personas vulnerables en las crisis humanitarias. Aquí explicamos qué hacemos en los países afectados para atender las necesidades básicas y reducir la vulnerabilidad de las personas ante futuras crisis.

martes, 5 de abril de 2011

Esperando volver a la normalidad en Pakistán (Parte y 4)


Al entrar en las fangosas ruinas del poblado de Janeb, eché una ojeada en una tienda de ACNUR que parecía estar repleta y se movía un poco. Estaba llena de mujeres, observándome con sus ojos abiertos como platos. Cuando intenté hablarles, me dijeron que no con la cabeza y se metieron para adentro.

Partimos en busca de algunas mujeres que quisieran hablar con un extraño. Conduciendo entre los canales, la neblina dejaba entrever unos escenarios extraños y surrealistas: grupos de hombres envueltos en sábanas, hablando en torno a una mesa de billar rescatada de las aguas y preparándose para jugar una partida. Árboles muertos caídos y doblados como momias en gruesas telarañas: cuando se inundó todo, las arañas no tenían otro lugar a donde ir excepto allí. Otros hombres partían rocas para reparar la erosión en los canales (trabajos financiados por ONG o el gobierno para inyectar dinero a la economía local). Con toda claridad, es una idea sensata, pero los hombres del programa de dinero por trabajo desfilando con sus pijamas de salwar kameez se ven tan miserables como convictos haciendo trabajos forzados. La forma de medir la pobreza de una persona cambió rápidamente en Sindh al llegar el gélido enero: claramente, si tenías ropa, la llevabas toda puesta.

“La mayoría de las personas aquí no tienen tierras”, relata Janeb. “Ahora muchos no trabajan porque solamente pueden hacerlo para el terrateniente, y él se quedaría con todas sus ganancias para pagar las deudas que le deben. Y si se ponen a reconstruir sus hogares, él les diría: deberíais estar trabajando en mis campos”.

Llegamos a otro islote-aldea, Ibrahim Chandio, un montículo sobre el barro cerca de un dique recientemente reparado. Aquí nos topamos con mujeres dispuestas a hablar. La ONG las había formado como educadoras en salud pública básica, y su rol como proveedoras de tabletas de purificación de agua y maestras de disciplina de lavado de manos de la aldea parece que les infundió cierto ímpetu. Sus maridos e hijos se reunieron y observaron en silencio mientras hablábamos.

“Regresamos aquí en diciembre: no queríamos, pero en los campos ya no quedaba comida”, relata Husna Ahmed, de 30 años de edad. El ejército nos dijo que nuestra aldea ya estaba bien, pero no fue así”. Mecía a un bebé moqueante apoyado sobre su cadera, mientras que sus otros dos hijos, Yasni (7 años) e Ifan (10 años) jugaban a nuestro alrededor. Desde las inundaciones no han tenido clases, y ahora el edificio alberga a tres familias.

“El agua sobre la carretera todavía nos llegaba a las rodillas. Al ver nuestros hogares, nos sorprendimos: estaban allí cuando nos fuimos, pero ahora no había rastro de ellos. Se nos llenaron los ojos de lágrimas y nuestros corazones se llenaron de dolor y miedo. Tuvimos que dormir fuera, en el barro”.

Le pregunté cuál era su principal preocupación. “Intentamos salvar a nuestros hijos antes que a nosotros, y necesitan alimentos”, confiesa. “Muchas cosas han mejorado... Los niños ya no tienen tanta diarrea, y ya no vomitan. Las ONG nos han dado tiendas de campaña y lentejas. El gobierno repartió dinero para cada uno, pero ya se nos ha agotado. Creemos que el agua permanecerá en nuestros campos por al menos tres o cuatro meses, así que no sabemos cómo vamos a ganarnos la vida ni a cultivar nada”.

La desnutrición es una preocupación para las madres y para los que intentan emparchar los agujeros de la mala financiación de la respuesta internacional a la inundación. (Según Oxfam, para el terremoto de Haití se donaron 406$ por cabeza en los primeros 10 días. En Pakistán, la cifra fue de 3,20$). Un oficial del Programa Mundial de Alimentos me comentó en enero que estaba trabajando en un plan que extendía seis meses la alimentación de emergencia en miles de aldeas y campos del distrito de Dadu. Pero a una semana de la fecha de inicio de ese proyecto titánico, todavía no contaba con financiación. Mientras tanto, los precios estaban en aumento: la harina para chapatis, el alimento básico, subió un 50% desde hace un año. Las cebollas se encarecieron tanto que durante la semana que estuvimos en Sindh el gobierno ordenó exportarlas para detener la escalada.

A finales de enero, Unicef anunció que las tasas de desnutrición de Sindh estaban en niveles que se habían visto más bien en crisis como las de Etiopía o Sudán. Un 23% de los niños sufrían una desnutrición aguda severa capaz de causar daño permanente en sus cerebros y cuerpos. En uno de los campos, un doctor de Médicos Sin Fronteras comentó que un 13% de los niños estaba desnutrido en Sindh la mayor parte del tiempo. “Este lugar es extraordinariamente pobre”:

Este tipo de pobreza es una trampa sin muchas oportunidades de salida. Expertos en desarrollo pakistaníes indican que, más allá de la palabrería detrás del "reconstruir y mejorar" de la elogiada respuesta del gobierno pakistaní a este gran desastre, poco queda por hacer para mejorar la situación de estos campesinos sin tierra. Excepto darles tierras, claro está. Se están debatiendo las transferencias de terrenos, la reforma de los derechos de propiedad de la tierra e incluso el fin del sistema feudal que rige las zonas rurales de Sindh. Pero todas estas medidas casi se quedan sin un lugar siquiera en el plan de recuperación de las inundaciones patrocinado por el Banco Mundial. “Esta forma de agricultura necesita pobreza”, me confesó un analista. “Hay algunos grupos de presión que quieren que los trabajadores rurales sigan sin tierras y tengan poca educación, ya que así el terrateniente puede enriquecerse".

Para algunos de los pobres afectados por las inundaciones de Sindh no hay vuelta atrás. En un gran campo ubicado sobre una gélida llanura desierta en las afueras de la ciudad de Hyderabad, me topé con unos aldeanos de Dadu que habían decidido abandonar su anterior vida laboral en el entorno rural. “¿Ir a casa?” me espetó una audaz mujer mientras salía de su tienda. “¡No! Allí todavía hay agua, huele fatal, no tenemos forma de ganarnos la vida y el terrateniente quiere que le paguemos por los cultivos que quedaron anegados por las inundaciones. ¡Dice que es nuestra culpa!

La que hablaba era Murdam Jakhrani, abuela de 28 nietos. Su abuelo perdió sus tierras en una pelea familiar cerca de Jacobabad, en el distrito de Dadu, y desde entonces, la familia había trabajado para hacerse con una parte de los cultivos que plantan y acudía a un terrateniente para que les adelantase los costes de las semillas y el fertilizante. “Es un hombre rico, vive en la ciudad”, continúa la Sra. Jakhrani. Cuando se inundó todo, el terrateniente nos pedía 40 mil rupias (unas 290 libras esterlinas) para rescatar a la familia del agua con un camión. “Si tuviéramos algo de tierra, lo consideraríamos una bendición. Cambiaría todo. Pero cuando se cierre este campo, iremos a la ciudad a mendigar. Eso es mejor que regresar”.

Imagen por Andy Hall: Unos jóvenes hablando en torno a una mesa de billar rescatada de las aguas.
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viernes, 1 de abril de 2011

Esperando volver a la normalidad en Pakistán (Parte 3)



Los hombres de la ONG local con los que viajábamos escuchaban cómo discutían los demás. Estaban cansados. “Vayamos adonde vayamos, siempre escuchamos la misma historia”, dijo uno de ellos, un especialista en salud y salubridad financiado por Oxfam. “La gente dirá lo que más quieren que creas para recibir ayuda. Eso dificulta nuestro trabajo”.

Uno de los voluntarios de confianza de la ONG, un agricultor llamado Janeb Khoso, nos llevó a la aldea para que pudiésemos hablar de lo que había sucedido. Mientras nuestra 4x4 se abría paso por los canales, me contó sobre la noche de principios de agosto en que las inundaciones llegaron a su aldea. “Aquí cerca hay un dique de contención (un muro de protección contra inundaciones). Es muy sólido. Se construyó hace mucho tiempo, cuando estaban los británicos. Contuvo las inundaciones de 1972, y nos sentíamos orgullosos de contar con él. Sabíamos que el agua no podía destruirlo.

Cerca de las 19:30, justo tras anochecer”, Janeb continuó, "los que vivían cerca del muro oyeron una explosión. El agua comenzó a anegarlo todo. De repente, parecíamos estar en medio de un océano. La gente huía para salvarse. No podían rescatar nada. Como nosotros estábamos un poco más lejos, mi familia tuvo como una hora de tiempo, así que escapamos con algo de ropa y comida. Pero perdimos los muebles, el congelador y el frigorífico, para los que habíamos ahorrado durante años. Y perdimos nuestras semillas, nuestra inversión para este año. Nuestros seis búfalos se ahogaron”.

Con las manos indicaba el tamaño de su aldea, una isla quizás del tamaño de dos campos de fútbol. A su alrededor había barro y grandes estanques de agua gris-amarillenta. Las causas parecían haberse derretido desde arriba, y solo quedaban unos pocos ladrillos erosionados. Las lonas de las tiendas de campaña y los plásticos impermeables con los logos de las agencias humanitarias emergen de entre las ruinas.

“¿La explosión? Todos saben quién fue”. Janeb citó a dos grandes terratenientes locales, políticos prominentes. “Ordenaron hacerlo para proteger sus tierras y las de sus súbditos”: El agujero ya está tapado, pero ahora atrapa las inundaciones en las tierras que el muro debía proteger. Como resultado, muchos de los aldeanos están todavía en los campos para refugiados.

Hasta hace dos semanas, la aldea de Janeb solo era accesible por medio de barco, y piensa que tendrán que pasar dos meses más antes de que se haya ido suficiente agua y puedan volver a plantar. Pero incluso así, las tierras deberán limpiarse o tratarse químicamente, ya que las inundaciones suelen dejar unas capas gruesas de sales.

“La inundación no debería haberse producido aquí”, comenta Janeb, negando con la cabeza. “Pero no denunciamos la explosión. No nos atrevimos. Esta gente tiene mucho poder. Utilizaron explosivos, al anochecer. Si hubieran usado una máquina para romper el dique la hubiéramos oído y nos habríamos encargado de los conductores”.

Imagen por Andy Hall: Una desplazada y su bebé en el Valle Indus.em>
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